El titulo más cercano para éste articulo debería haber incluido la palabra que esta de moda cada vez más en nuestro país y en el mundo entero, que ha invadido todos los encabezados en los periódicos y se ha pronunciado hasta la saciedad tanto en radio como en televisión: Crisis. Si ya teníamos bastante con nuestro primer lugar en inseguridad. Pero es cierto que el fenómeno mundial de la crisis no ha logrado desplazar la noticia que en los medios mexicanos sigue ocupando las principales páginas.
Las últimas estadísticas han situado a la Ciudad de México a la cabeza de secuestros en el mundo. ¿Cuántos jóvenes al salir de la escuela han sido golpeados?, ¿cuantos asaltos en el metro o en tiendas comerciales?, ¿tantos niños secuestrados?, ¿cuántos secuestros rápidos?, ¿quien no ha recibido un E-mail solicitando ayuda para encontrar a un niño o ser querido que ha sido secuestrado?. Brotes de violencia y de inseguridad están presentes en todos los estados del país. Aún en aquellos considerados tradicionalmente como tranquilos y pacíficos.
“Los mexicanos queremos vivir seguros” mensaje que se transmitió en esa gran manifestación, que recorrió los noticieros del mundo, inspirada por el deseo de recuperar la seguridad. Sin embargo en el problema de la violencia manifestada en todas sus expresiones se encuentra fuertemente vinculado al de las drogas, en torno al cual tiene su origen el narcotráfico, fenómeno que en los últimos años ha aumentado, pasando de ser solo un país intermediario a ser un país consumidor.
Diversas son las respuestas que se han dado, algunos suponen que el gobierno es el único responsable de lo que sucede, otros lanzan la culpabilidad a los medios de comunicación – cine y televisión – que con la difusión de las más diversas y variadas formas de violencia siembran la nefasta semilla en las conciencias de niños y jóvenes de nuestra sociedad. Si bien es cierto que el mundo del cine ilustra la violencia, con rostros de venganza, de odio, como resultado de una apuesta, como agresividad que proviene de una profesión, algunos protagonistas utilizan la violencia como un juego, sádicos asesinos que se divierten ante la crueldad y la violencia; el cine y la televisión en particular convierten la violencia en espectáculo. Los medios de comunicación hacen noticia de lo mismo que promueven, se explotan las mayores debilidades humanas, la soberbia, la ambición inmoderada, las ansias de mandar, la codicia de riquezas, la infidelidad, las injusticias, la vida licenciosa. Cierto que esto puede ser la fisonomía de las acciones de muchos, pero una cosa es conocer el mal para preguntar a la religión y a las ciencias modernas sobre su explicación y remedios, y otro muy distinto es hacerlos objeto de espectáculos. Desgraciadamente muchos no serían capaces de encontrar inspiración artística ni interés dramático sino es en el campo del mal.
Sin embargo podemos hacer conciencia que hoy los avances de la técnica han sido tales y tan grandes que tenemos gracias a Dios una gran variedad de programaciones. Así como es necesario tener la mínima educación para cuidar cada uno de su salud y saber que cosa nos daña y que nos beneficia, de igual manera el cristiano debe saber que es aquello que le envenena el alma y daña su salud espiritual. Y así como sabemos exigir calidad en cualquier producto que adquirimos para cubrir nuestras necesidades así debemos exigir calidad humana y moral de todas las programaciones que ofrecen nuestros medios de comunicación.
Otra consideración es que el fenómeno de estos actos vandálicos que generan violencia e inseguridad no es más que el reflejo de una sociedad que ha caminado ya desde hace varias décadas por sendas equivocadas en las cuales se ha desterrado a Dios, se ha optado por desencarnar la educación de los niños y jóvenes de toda relación con lo trascendente. A Dios se le ha arrinconado en las sacristías. Las nuevas generaciones han aprendido a vivir como si Dios no existiera. El problema es que al desligar la educación de todo valor trascendente se ha dado origen a una generación que finca sus esperanzas en si mismos, a lo mucho se ha instruido, pero no se ha educado. La muerte de Dios trae como consecuencia la muerte del hombre. Con frecuencia nos encontramos jóvenes que circulan por la vida sin esperanzas, gente que se deja abatir ante el mínimo de dificultades, que perdiendo todo sentido de la vida solo encuentra solución en el suicidio, fenómeno que también ha aumentado.
Ya nos lo había advertido nuestro querido Juan Pablo II, que tanto amó a México, es tiempo de construir la civilización del amor. Un amor que tiene su origen no en el sentimiento, sino en Dios. Es tiempo de que se rectifiquen los modelos educativos con origen en los valores trascendentes donde se involucren todos los actores sociales y contemple todas las dimensiones del hombre, pues la educación no solo es ofrecer conocimientos científicos o habilitar en capacidades técnicos; también es parte de la agenda educativa la formación de valores humanos. Debemos recordar que la ciencia sin la conciencia no es más que ruina del alma.
Las últimas estadísticas han situado a la Ciudad de México a la cabeza de secuestros en el mundo. ¿Cuántos jóvenes al salir de la escuela han sido golpeados?, ¿cuantos asaltos en el metro o en tiendas comerciales?, ¿tantos niños secuestrados?, ¿cuántos secuestros rápidos?, ¿quien no ha recibido un E-mail solicitando ayuda para encontrar a un niño o ser querido que ha sido secuestrado?. Brotes de violencia y de inseguridad están presentes en todos los estados del país. Aún en aquellos considerados tradicionalmente como tranquilos y pacíficos.
“Los mexicanos queremos vivir seguros” mensaje que se transmitió en esa gran manifestación, que recorrió los noticieros del mundo, inspirada por el deseo de recuperar la seguridad. Sin embargo en el problema de la violencia manifestada en todas sus expresiones se encuentra fuertemente vinculado al de las drogas, en torno al cual tiene su origen el narcotráfico, fenómeno que en los últimos años ha aumentado, pasando de ser solo un país intermediario a ser un país consumidor.
Diversas son las respuestas que se han dado, algunos suponen que el gobierno es el único responsable de lo que sucede, otros lanzan la culpabilidad a los medios de comunicación – cine y televisión – que con la difusión de las más diversas y variadas formas de violencia siembran la nefasta semilla en las conciencias de niños y jóvenes de nuestra sociedad. Si bien es cierto que el mundo del cine ilustra la violencia, con rostros de venganza, de odio, como resultado de una apuesta, como agresividad que proviene de una profesión, algunos protagonistas utilizan la violencia como un juego, sádicos asesinos que se divierten ante la crueldad y la violencia; el cine y la televisión en particular convierten la violencia en espectáculo. Los medios de comunicación hacen noticia de lo mismo que promueven, se explotan las mayores debilidades humanas, la soberbia, la ambición inmoderada, las ansias de mandar, la codicia de riquezas, la infidelidad, las injusticias, la vida licenciosa. Cierto que esto puede ser la fisonomía de las acciones de muchos, pero una cosa es conocer el mal para preguntar a la religión y a las ciencias modernas sobre su explicación y remedios, y otro muy distinto es hacerlos objeto de espectáculos. Desgraciadamente muchos no serían capaces de encontrar inspiración artística ni interés dramático sino es en el campo del mal.
Sin embargo podemos hacer conciencia que hoy los avances de la técnica han sido tales y tan grandes que tenemos gracias a Dios una gran variedad de programaciones. Así como es necesario tener la mínima educación para cuidar cada uno de su salud y saber que cosa nos daña y que nos beneficia, de igual manera el cristiano debe saber que es aquello que le envenena el alma y daña su salud espiritual. Y así como sabemos exigir calidad en cualquier producto que adquirimos para cubrir nuestras necesidades así debemos exigir calidad humana y moral de todas las programaciones que ofrecen nuestros medios de comunicación.
Otra consideración es que el fenómeno de estos actos vandálicos que generan violencia e inseguridad no es más que el reflejo de una sociedad que ha caminado ya desde hace varias décadas por sendas equivocadas en las cuales se ha desterrado a Dios, se ha optado por desencarnar la educación de los niños y jóvenes de toda relación con lo trascendente. A Dios se le ha arrinconado en las sacristías. Las nuevas generaciones han aprendido a vivir como si Dios no existiera. El problema es que al desligar la educación de todo valor trascendente se ha dado origen a una generación que finca sus esperanzas en si mismos, a lo mucho se ha instruido, pero no se ha educado. La muerte de Dios trae como consecuencia la muerte del hombre. Con frecuencia nos encontramos jóvenes que circulan por la vida sin esperanzas, gente que se deja abatir ante el mínimo de dificultades, que perdiendo todo sentido de la vida solo encuentra solución en el suicidio, fenómeno que también ha aumentado.
Ya nos lo había advertido nuestro querido Juan Pablo II, que tanto amó a México, es tiempo de construir la civilización del amor. Un amor que tiene su origen no en el sentimiento, sino en Dios. Es tiempo de que se rectifiquen los modelos educativos con origen en los valores trascendentes donde se involucren todos los actores sociales y contemple todas las dimensiones del hombre, pues la educación no solo es ofrecer conocimientos científicos o habilitar en capacidades técnicos; también es parte de la agenda educativa la formación de valores humanos. Debemos recordar que la ciencia sin la conciencia no es más que ruina del alma.